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El sistema concentracionario nazi

Cincuenta días. Ese es el tiempo que tardó Adolf Hitler en abrir el primer campo de concentración en su amada Alemania. Tras ser nombrado canciller el 30 de enero de 1933, el Führer decidió establecer una gigantesca red de recintos represivos para eliminar a los "enemigos del Estado". El 21 de marzo, los periódicos de Múnich ya publicaban una circular del jefe de policía de la ciudad en la que se anunciaba la apertura, al día siguiente, del campo de Dachau.

El líder nazi tenía claro que, antes de embarcarse en la conquista de Europa, tenía que empezar por "limpiar" Alemania de disidentes. Hasta 1944, unos 7.000 alemanes fueron ejecutados por motivos políticos. Esta cifra engloba las ejecuciones oficiales pero no contabiliza a las miles de personas que perecieron de hambre, frío y todo tipo de torturas. Se calcula que fueron más de un millón los ciudadanos del Reich que pasaron por los campos de concentración levantados por su Führer.

En esta fase inicial de su estrategia de eliminación del adversario y del diferente, los nazis abrieron un segundo campo en Oranienburg, en 1933. En esos meses de dura represión, los dirigentes locales nazis establecieron nuevos campos o reutilizaron para sus fines otros lugares de internamiento que, hasta entonces, estaban destinados a albergar a delincuentes comunes. Papenburg, Neusustrum, Börgermoor o Esterwegen son nombres poco conocidos pero que acarrearon mucho dolor y sufrimiento a quienes no compartían la ideología única. La red creció, en un principio, de forma desorganizada hasta que Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, asumió su control total en 1934.

Enamorado de la eficaz brutalidad que Theodor Eicke había demostrado como máximo responsable de Dachau, Himmler le nombró inspector de los campos de concentración y le encargó su reorganización. Eicke cerró los recintos más pequeños y ordenó la construcción de grandes centros de internamiento. En 1936 se inauguraría Sachsenhausen, un año después Buchenwald, en 1938 Mauthausen y en 1939 Flossenbürg y el campo femenino de Ravensbrück. Una vez iniciada la guerra, se levantaron nuevos campos, no solo en Alemania sino también en las naciones ocupadas, para acoger a los millones de prisioneros de los ejércitos vencidos y de las minorías que se pretendía eliminar. Nombres como Bergen-Belsen, Auschwitz, Neuengamme, Plaszow, Treblinka o Terezin fueron engrosando la lista. Los alemanes llegaron a disponer de más de 20.000 centros de internamiento repartidos por toda Europa y el norte de áfrica.

Exterminar y también explotar

Los dirigentes nazis consiguieron que la red de campos constituyera una pieza fundamental para la seguridad del Reich pero también para su economía. Con la juventud alemana luchando en los frentes de batalla, los prisioneros fueron la mano de obra perfecta para trabajar en las granjas, las empresas, las canteras y las fábricas de armamento. Trabajadores esclavos sin derecho alguno, cuya manutención y alojamiento apenas requería gastos puesto que su destino final era el exterminio. Explotar y exterminar eran los dos únicos verbos que debían conjugarse en las comandancias de los campos.

Historiadores como Ulrich Herbert coinciden en que, por encima de sus políticas de exterminio, las grandes decisiones del Reich siempre estuvieron presididas por otro objetivo: contar con suficiente mano de obra esclava. De hecho, Herbert afirma que la decisión de Hitler de aplicar la "solución final" para eliminar a todos los judíos, solo se produjo después de constatar que el altísimo número de prisioneros de guerra rusos y polacos permitiría cubrir el cupo necesario de trabajadores forzados. El historiador recuerda que en abril de 1944, en pleno periodo de exterminio, el Führer ordenó a Himmler trasladar a 100.000 judíos a las empresas de armamento. Herbert concluye, por tanto, que "Hitler, Himmler y Albert Speer eran ideológicamente flexibles" cuando se trataba de planificar la economía de guerra.

Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen