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La vida después de las alambradas

Se calcula que más de 4.000 hombres, mujeres y niños murieron en los días que siguieron a la liberación debido a las lamentables condiciones físicas en que se encontraban. Los que estaban menos débiles tenían por fin la oportunidad de volver a sus casas. Poco a poco, todos comenzaron a ser reclamados por los gobiernos de sus naciones de origen.

Los republicanos, sin embargo, no tenían a dónde ir. El triángulo azul con la «S» en el centro, que algunos seguían luciendo en sus uniformes rayados, simbolizaba a la perfección la situación en la que se encontraban. Eran españoles sin patria o, mejor dicho, con una patria que seguía en manos de uno de los principales aliados de Hitler. La mayoría de ellos llevaba nueve años luchando, primero contra el fascismo en los campos de batalla y luego contra la muerte en las entrañas del sistema represivo nazi. En este largo tiempo, las calles y plazas en las que se encontraban sus hogares en Barcelona, Madrid, Córdoba o Murcia, habían dejado de existir; destruidas por la guerra o rebautizadas con los nombres de los militares golpistas.

Francia y, de nuevo, el exilio

Las buenas noticias no llegaron hasta finales de mayo. El Gobierno francés, presionado por sus deportados y por parte de la opinión pública, accedió a hacerse cargo de los republicanos. En los últimos días de ese mes y durante el arranque de junio comenzaron a ser evacuados desde Mauthausen. Su destino fue París, donde recibieron ayuda de las autoridades para comenzar una nueva vida.

A esas alturas ya eran conscientes de que los aliados no cumplirían su promesa de acabar con Franco, pero los veteranos luchadores no perdieron nunca la esperanza de regresar a una patria liberada. Muchos de ellos volvieron clandestinamente a España para luchar contra la dictadura. El resto se incorporó a los partidos democráticos que trabajaban en el exilio y formaron organizaciones para reclamar sus derechos como deportados.

No fue fácil para ellos salir adelante en la Francia de la postguerra. Los que no tenían a nadie, que eran la inmensa mayoría, se quedaron en los alrededores de la capital gala. Pierrette Sáez, viuda del deportado José Sáez Cutanda, resume la situación en que se encontraban: «Los deportados que llegan a París no tienen buena salud. Dejan detrás de ellos el infierno, pero lo conservan en su mente. No tienen casa, ni dinero, ni familia. Están completamente aislados y sin un futuro claro». La solidaridad, que ya salvó sus vidas en Mauthausen, volvió a presentarse como el mejor medio para hacer frente a tantas dificultades. Como hicieron en el campo, empezaron a compartir comida, a prestarse toda la ayuda posible… Nuevamente se apoyaron en los hombros de los compañeros más fuertes. Así consiguieron empezar de cero.

Heridas que no se cierran

Las secuelas físicas y psíquicas de su paso por el campo acompañaron durante el resto de sus vidas a los republicanos españoles. Centenares de ellos fallecieron muy jóvenes, como consecuencia de las enfermedades que arrastraban desde su cautiverio. Otros no fueron capaces de soportar los recuerdos y acabaron suicidándose. Las escenas atroces de las que habían sido testigos les acechaban durante el día y, sobre todo, por la noche. Los SS y los kapos resucitaban en las largas noches del exilio.

Juan Romero, un cordobés que trabajó en Mauthausen recogiendo la ropa de los deportados que llegaban al campo, sigue recibiendo cada noche a decenas y decenas de judíos indefensos: «Sueño muchas veces con ellos. Y, sobre todo con aquella niñita que me sonrió antes de que se la llevaran a la cámara de gas. Sueño con ella muy a menudo. Veo su cara... Pobrecita». Al igual que Juan, el murciano Francisco Griéguez, superados los 95 años de edad, pasa las noches en vela en su casa de Gardanne: «Me da más miedo ahora que cuando estuve allí, porque entonces no tenías tiempo de pensar. Pero ahora, cuando me acuerdo de donde he estado... la noche me la paso sin dormir, empiezo a sudar. ¿Qué me pasa? Sueño con Mauthausen». El amanecer, según explica el deportado malagueño José Marfil, es lo único que les devuelve la paz: «Cuando me despierto me siento feliz. He pasado toda la noche en el campo y la alegría llega cuando me levanto por la mañana y veo que no estoy allí».

Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen