Víctor Gómez Barcenilla

Su historia

Víctor Gómez Barcenilla Nació en La Arboleda, Vizcaya, el 31 de enero de 1898.
Deportado a Dachau el 28 de agosto de 1944. Nº de prisionero 94222
Deportado a Mauthausen el 14 de septiembre de 1944. Nº 98143
Falleció en Francia, el 24 de abril de 1975.

Texto y fotografías facilitados por Emilio Gómez Parejo, hijo de Víctor Gómez y autor del libro: "Victor Gómez Barcenilla: De la mina al Consejo Vasco pasando por la Federación Europea".


Víctor estudió en la escuela de frailes del pueblo hasta los 13 años de edad, momento en que comenzó a trabajar en la mina. Durante 15 años pasó por todos los oficios, desde pinche hasta barrenador. Desde muy joven ingresó en las Juventudes del Partido Socialista Obrero Español y en el sindicato UGT.

En 1923 fue nombrado secretario general del Sindicato Minero de Vizcaya, cargo que ocupó hasta 1937. Organizó y participó en todas las huelgas y luchas contra los abusos e injusticias de los patronos para obtener mejoras en las condiciones de trabajo, aumento de salarios y unas condiciones humanas de la vida de los mineros.

Durante su permanencia en el secretariado del Sindicato Minero, escribió muchos artículos de opinión en los periódicos El Socialista, El Liberal de Bilbao, La Lucha de Clases y otros, denunciando la explotación de los mineros por los dueños y contratistas de las minas. Estos artículos están recogidos en el libro Víctor Gómez Barcenilla, de la mina al consejo vasco por la Federación Europea.

En 1931, con la República, fue elegido concejal y alcalde de San Salvador del Valle, actualmente llamado Valle de Trápaga. Fue gestor de la diputación de Vizcaya y vocal del Comité del PSOE de Vizcaya.

En el año 1934, fue arrestado por la Guardia Civil por su participación en la huelga de octubre pero se escapó y pudo huir a Francia.

Durante la guerra de España fue comisario de una brigada de fortificaciones de Euskadi. En Barcelona fue jefe del almacén de vestuarios de la intendencia general de compras, asimilado al grado de capitán de intendencia, así como inspector de asistencia social del gobierno vasco para atender los refugiados de Euskadi que se encontraban en Cataluña.

Exiliado en Francia, estuvo en el campo de concentración de Argelès sur Mer. Debido a las malas condiciones de vida y tras varios intentos fallidos, consiguió salir de allí y encontrar trabajos, primero con un comerciante de carbón, y después en la vendimia. Participó en la resistencia francesa y fue arrestado en Marsella por la policía de Vichy e internado en el campo de concentración de Vernet d'Ariège, donde permaneció hasta que los alemanes le deportaron a Alemania.

Él mismo escribió en una carta, años después de la liberación, en la que describió su traslado: "Yo estaba internado en el campo de Vernet d'Ariège (Francia), cuando soldados alemanes invadieron el campo y nos hicieron marchar, conducidos hacia un destino desconocido. Después de varios días de viaje llegamos a Burdeos (Gironde) y nos internaron en la sinagoga de dicha capital, convertida en prisión. Durante los quince días que estuvimos presos en dicha sinagoga, los alemanes nos despojaron del dinero que llevábamos encima, joyas y objetos de valor. Nos dijeron que al llegar a Alemania nos restituirían los objetos y el dinero requisado, por lo cual nos dieron un recibo, en el que constaba lo requisado. Llegamos a Alemania y fuimos internados en el campo de Dachau el 31 de agosto de 1944. Los guardias que nos condujeron hasta el campo desaparecieron y en Dachau terminaron de hacer el despojo de lo que nos restaba: trajes, ropas, calzado, etc".

El Socialista, el 4 de agosto de 1945, publicó el testimonio de Víctor: "Llegamos a Dachau, después de cincuenta y ocho días de viaje. Las incidencias de ese viaje las describe con una imparcialidad absoluta, mi compañero de cautiverio Francesco F. Nitri en su libro "8 chevaux 70 hommes" (8 caballos y 70 hombres). Nuestra llegada a Dachau se efectuó una noche de agosto, rodeados de guardias SS y de perros SS también, pues llevaban las mismas insignias que sus amos. Solo durante el viaje, ya perdimos unos cuantos kilos de peso y la mayor parte de nuestras ropas. Esto es el mejor testimonio de cómo efectuamos el viaje. Una vez en el campo, nos distribuyeron en los bloques llamados de cuarentena, donde éramos apilados tres y cuatro por cama, cuya anchura era de 80 centímetros. La vida en estos bloques era dura. A las cuatro de la mañana, por todos los tiempos, se nos hacía abandonar el dormitorio y teníamos que formar militarmente a la intemperie. En esta posición pasábamos horas y horas hasta que la formación se iba deshaciendo, porque el frío y el cansancio eran de todo punto irresistibles. Entonces nos amontonábamos unos contra otros, formando lo que dimos en llamar "rueda" y que consistía en juntarnos unos a otros, formando circulo y pecho contra espalda. En este periodo de cuarentena la base de la comida la constituía un litro (allí se contaba la comida por litros) de sopa de berzas o nabos.

La cuarentena duró unos cuantos días, durante los cuales se hizo la selección, consistentes en tres revisiones médicas para obtener el grado de aptitud de cada uno y formar grupos, que eran reexpedidos a otros campos. A mí me tocó Mauthausen junto con 65 españoles más. A Dachau habíamos llegado 205 y la separación la recordaré siempre como una de las escenas más tristes de mi vida. Allí dejamos, entre otros a Teodoro Marín, viejo socialista madrileño, de setenta años. Allí le dejamos y allí murió con más de la mitad de nuestros compañeros de cautiverio.

He aquí el primer acto que cometieron con nosotros al llegar a Mauthausen. Nos formaron, nos hicieron desnudar y completamente en cueros íbamos entrando en un salón subterráneo donde un grupo de barberos nos cortaron el pelo al rape y nos afeitaron todo el cuerpo. Realizada esta primera brutalidad, se procedió al alojamiento. Para que cupiesen todos los destinados a cada barraca, nos formaban en filas bien juntos y a una señal, todos a un tiempo, nos teníamos que tumbar en el suelo, de costado, para ocupar menos sitio y cruzados de forma que encajasen bien los pies de uno entre la cabeza de otros dos. De la forma en que se cayera había que pasar toda la noche, porque no había modo alguno de poder moverse, lo que daba origen a grandes disputas que nuestros verdugos terminaban saltando por encima de todos, sin mirar si pisaban cabezas o piernas y blandiendo tremendas estacas con las que rompieron más de un brazo y machacaron muchas cabezas.

Se nos destinó a trabajar en una cantera, para llegar a la cual había que subir ciento ochenta y seis escalones tallados en piedra áspera y mal colocada. Esa ascensión había que hacerla cargados con piedras de un peso enorme. El primer día que empezamos a trabajar subiendo piedras, al terminar de subir la escalera, uno de los guardias se dirigió a uno de nuestro grupo que llevaba una piedra pequeña y se entabló el siguiente diálogo:

- Tu, macarrón (el interpelado era un italiano), ¿no puedes con una piedra más grande?

- No, estoy cansado.

- Yo te haré descansar. Coge esa piedra, dijo señalando una que podía pesar cuarenta o cincuenta kilos.

- No puedo con ella.

Sin dejarle terminar de decir esto, la emprendió a vergajos con él. Entonces el italiano, loco de rabia, le lanzó la piedra que llevaba, pegándole en mitad del pecho. Otros dos guardias que presenciaban la escena acudieron en ayuda de su colega, pero el italiano les hizo frente a pedradas. Los SS, pistola en mano, le empujaron hasta el borde de la cantera.

- Tírate -le dijeron.

- Tiraos vosotros - les contestó el italiano y echó a correr hasta que fue interceptado por otros SS. Se paró ante ellos y con los brazos en cruz, sacando el pecho, les desafió con toda bravura.

- Tirar, cobardes. Muera el fascismo.

Los S.S. no se hicieron rogar. Un tiro le destrozó el cráneo
".

Víctor nos cuenta también este período de su vida en unas cuartillas, que dejó inacabadas a causa de la enfermedad que le sobrevino:

"En Mauthausen, el 20 de septiembre, fue el día que nos equiparon para encaminarnos a nuestro destino definitivo en los campos nazis. Nos uniformaron con el pijama rayado y los zapatos de madera que ya no habíamos de quitar hasta la muerte. A la izquierda de la chaqueta y a la derecha del pantalón, se hallaba el número matrícula de cada uno. El mío tenía un triángulo azul y una S, nº 98.143. Todos los españoles ostentaban la misma divisa, azul. A los de otras nacionalidades les señalaban con un triangulo rojo a los políticos; a los delitos común, verde; negro, a los invertidos y amarillo a los judíos. Esto concordaba con la ficha de cada uno, cuyos datos provenían del lugar de su detención. La mía, que pude hacerme con ella al ser liberado, decía: Nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, profesión, y luego el destino, "Arbeits - Kommando", (Comando de Trabajo), Blok 17, y al margen "SP" que establecía mi nacionalidad de español; en abreviatura, "Rot sp", rojo español, motivo de la detención y deportación.

Gracias a estas insignias se nos conocía y se nos trataba de acuerdo con ellas. Generalmente los puestos de confianza y de autoridad dentro del campo se confiaban a los del triangulo verde y negro.

Organizado el transporte con 1.500 que íbamos a ir a Melk, apartados del resto, fuimos plegados en una barraca para esperar la mañana del 21. Aquella noche no pudimos estirarnos en el suelo, la pasamos sentados con las piernas encogidas y prensados unos a otros. Imposible moverse y mucho menos salir a evacuar naturales necesidades, lo que dio lugar a perfumar la atmósfera más intensamente que lo que naturalmente estaba con aquel hacinamiento humano.

Por fin llegaron las cuatro de la mañana hora de levantarse para el "appel" (formación y recuento) y para la marcha.

Formados de a cinco, salimos hacia la estación. Estoy por asegurar que nadie sintió dejar este campo. Íbamos con la esperanza de que no iríamos a peor. ¿Peor que lo que habíamos visto? Imposible, pensábamos. El kommando al que nos destinaron nos dijeron que era una gran fábrica, cerca de Viena, y que, sobre todo, tenía unos refugios contra la aviación muy seguros. Ya era algo.

Al llegar a la estación, a unos cuatro kilómetros del campo, nos cruzamos con una cuerda de unos cincuenta presos en civil encadenados unos a otros, muchos ensangrentados y otros transportados a hombros de sus camaradas. Era el resto de un convoy de checos de los que habían quedado varios centenares por el camino, según los comentarios que se hacían en la estación. Su suerte no dejaba lugar a duda a juzgar por el rigor con que eran tratados. Al verlos desaparecer, se nos apareció la cantera y sus ciento ochenta y seis escalones teñidos de sangre.

Nuestro asombro fue grande al ver que se nos colocaba en un tren de personas, en vez de furgones como hasta entonces. Sentados en bancos, como los hombres libres, no tardamos mucho en quedar dormidos casi todos. El sueño era más fuerte que nuestra curiosidad por el paisaje.

El día 21, después de mediodía, llegamos al campo de Melk, instalado en unos antiguos cuarteles del ejército austriaco, convertido en campo en marzo de 1944, cuando empezaron los trabajos de la fábrica subterránea que sustituiría a las que la aviación aliada iba dejando en escombros.

El cuartel ocupaba una explanada, a unos 60 metros de altura sobre el pueblo y en un magnífico mirador desde el que se domina una gran extensión de terreno donde el Danubio serpentea hasta perderse de vista entre pequeños pueblos colocados a sus orillas como para adornar el paisaje. Abajo el pequeño y pintoresco pueblo de Melk, situado a la derecha del Danubio y cruzado por un pequeño río, Melk, del que tomó su nombre. Este pueblo de 2.000 habitantes pertenece a la provincia de Baja Austria y se halla a 60 Km. al oeste de Viena. Desde el campo podíamos admirar un majestuoso edificio construido sobre una roca de granito a la misma altura que el cuartel. Es una famosa abadía benedictina fundada en 1089 y reconstruida de 1701 a 1738. Ella reemplaza un castillo que perteneció a los Condes de Babenberg, potente familia alemana que dominaron en la Franconia entre el Mein y el Elba, extinguida en 1246.

Con este magnífico fondo por escenario íbamos a pasar los meses más dramáticos de nuestra vida, donde constantemente once mil prisioneros civiles de todas edades y de todos los pueblos, eran torturados, ante la indiferencia cuando no hostilidad, de una población, de aspecto, civilizada.

Al llegar formamos en la plaza donde la policía del campo procedió a un nuevo registro donde se perdió, si algo pudo ser salvado, lo que nos restaba que no fuera "reglamentario". No se podía tener toalla, pañuelo, pasta ni cepillo dentífrico. Las narices se limpiaban a dedo o con la manga y secarse al sol o con la chaqueta, cuando te duchabas o te lavabas la cara. Mucho menos se podía tener una navaja ni lapicero. No obstante se hacían navajas de pedazos de fleje, pañuelos del faldón de la camisa y si en los registros periódicos que nos hacían nos encontraban algún objeto de estos ya se sabía el castigo: veinticinco palos.

Terminada la recepción se procedió al reparto del personal entre los 17 blocks de que se compone el campo. Los treinta españoles que llegamos en el convoy fuimos afectados al block 17, cuyo jefe, un alemán del triangulo verde y un número muy bajo de matrícula, lo que demostraba su veteranía en el campo, comenzó por enseñarnos la instrucción: como había que formar rápido y bien cuando se llamaba a "entretén," quitar y poner el gorro, a la voz de "miche en auf", marchar al paso, etc. Y después de un canto a la disciplina y al buen orden tanto en el block como en el trabajo, cedió la palabra a su segundo, el cabo de stubendients, un judío austriaco que, por salvarse, se había convertido en verdugo de los de su raza, a los que machacaba a estacazos. Este nos elogió el orden y la justicia que reinaba en su block, el reparto equitativo de la comida, donde se podía dormir todas las horas de descanso. "Este es vuestro hogar, nos decía, y podéis consideraros como en vuestra casa. Nosotros os buscaremos un buen kommando. No os robéis el pan unos a otros. Hay que ser curiosos y matar los piojos. La limpieza es la base de la salud". Con estas recomendaciones, el hombre, cumplió su deber y nos asignó nuestra cama.

Desde este momento empezó para nosotros la vida de forzados, peor que los forzados de la Guayana puesto que aquellos podían soportar su régimen muchos años, mientras que aquí el que pasaba de seis meses en el kommando se le podía considerar como hombre de hierro. Por eso la plantilla del campo, 11.000, no estaba completa nunca más que en el momento de llegar el convoy mensual para cubrir las bajas, y cada convoy se componía de 1.000 a 1.500 prisioneros.

Todo el mundo tenía que trabajar, desde el niño de 10 años, que había alguno, hasta el viejo de 70. Solamente eran exceptuados los enfermos que podían justificar 39 o 40 de fiebre. Los demás, enfermos o sanos, al trabajo, todos los días, todas las noches, siempre. El lema era: "Trabajar o morir". Exceptuado el kommando Lager -Arbeit, al que eran enviados los que se iban agotando, el resto eran ocupados en la construcción de una fábrica subterránea, a unos ocho kilómetros del campo, de los cuales se hacían tres a pie y el resto en tren en vagones de mercancía donde nos metían de 100 hasta 200 en cada vagón.

Si el trabajo era agotador, los viajes de ida y vuelta no lo eran menos. El trabajo estaba organizado por turnos de ocho horas cada uno: de 6 de la mañana a 2 de la tarde, de 2 a 10 y de 10 a 6.

Para empezar a trabajar a las 6 nos levantábamos a las 3, formábamos, todo el relevo, en la plaza, de 5 en fondo, y allí a pie firme aguantábamos hasta estar bien recontados. Generalmente cada turno era compuesto de 1.600 hombres. Al cabo de una hora u hora y media se emprendía la marcha, agarrados del brazo los 5 de cada línea, marcando el paso como los soldados a la voz del "kommando-furer" y de los cabos y cerrando bien las líneas hasta el extremo de no poder marchar sin sufrir los pisotones del de atrás y sin que se pudiese evitar pisar al de adelante. Esto ya suponía un martirio al que se añadió el de los golpes, con la culata o la punta del fusil, cuando uno se retrasaba un poco o, por limpiarse la nariz, soltaba el brazo del compañero.

La marcha siempre se hacía de prisa y muchas veces a paso ligero. El que por su estado físico no podía seguir, era arrastrado por sus compañeros. Cuando estos no podían más y le tenían que dejar caer, le hacían marchar a culatazos, cuando ni así marchaba era levantado y llevado a hombros de cuatro, pero entonces el SS más próximo no dejaba de golpearle hasta la llegada o hasta que comprobaban que ya lo habían matado. Así remataron a un pobre judío que transportábamos entre Víctor Oliva, Antonio Planel y yo, el último viaje que hicimos a la mina, teniendo que sufrir algunos de los golpes que iban dirigidos al enfermo, cuya sangre nos embadurnaba.

Algunos de los ejecutados por los presos tras la liberación:

"Obercabo" del hospital: Otto.

Jefes de los bloques 1 y 6.

Jefe de la fábrica de "bendags": Oficial de S.S.

Cabo de la zapatería de Melk: polaco.

"Obercabo" del Kommando de Melk: El Gitano.

Jefe del blok 17 de Melk: Judío renegado.

Dos SS capturados por los presos días después de la liberación
".

Después de su liberación por el ejército americano, Víctor regresó a Toulouse. Una vez repuesto de las enfermedades contraídas en los campos de concentración y con suficientes fuerzas para poder trabajar, Víctor se incorporó a las filas del Partido Socialista y del sindicato UGT. Fundó con otros compañeros la Federación Española de Deportados e Internados Políticos (FEDIP). En 1951 fue designado por el Partido Socialista para formar parte del primer Consejo Vasco por el Movimiento Europeo, en el que colaboró hasta su jubilación, ya enfermo.

Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen