Portada Hechos y datos Un dia cualquiera en Mauthausen

Un dia cualquiera en Mauthausen

La campana, situada en la puerta principal, sonaba a las 4:45 horas de la mañana en verano y treinta minutos más tarde en invierno. Su sonido marcaba el inicio del martirio. Los kapos, a empujones y golpes, conducían a los aturdidos prisioneros hasta la zona de aseo, situada en la parte central de la barraca. En menos de media hora, centenares de hombres peleaban por utilizar los agujeros que hacían las veces de retretes e intentaban hacerse un hueco para lavarse en unas grandes pilas circulares. No había jabón y solo unas pocas toallas sucias con las que únicamente lograban secarse los primeros que llegaban a la sala. Antes de que muchos hombres hubieran podido siquiera alcanzar los lavabos, los kapos anunciaban a su manera que el tiempo del aseo había concluido; así lo recordaba el deportado Enrique Calcerrada: «Armados con el mango de un pico, entraban con una furia de loco dando palos a diestro y siniestro. Aquellos que lograban llegar hasta la puerta de salida, recogiendo lo que podían de su vestimenta, se sentían con un poco de suerte».

En estas pésimas condiciones, los deportados recibían el «desayuno»: un cuarto de litro de un líquido al que llamaban café, pero que estaba compuesto de agua coloreada con algún tipo de semilla tostada imposible de identificar. Minutos después debían presentarse a la primera formación del día.

Una vez acabado el recuento, los prisioneros eran organizados en kommandos para salir a trabajar al exterior del recinto. Entre las seis de la mañana y las siete de la tarde, el campo quedaba casi desierto. Los SS y los kapos que dirigían los distintos grupos de trabajo escoltaban a los reclusos. Todas los kommandos eran duros: desde los que se dedicaban a levantar el propio campo, hasta aquellos que construían carreteras, puentes y otras infraestructuras. Pero el primer consejo que recibían los novatos era siempre el mismo: «Evitad, si podéis, trabajar en la cantera». Una recomendación difícil de cumplir ya que, entre agosto de 1940 y mediados de 1941, la práctica totalidad de los presos eran destinados exclusivamente a la construcción del propio campo y a la temida cantera. Muy pronto los republicanos españoles descubrieron las razones por las que nadie quería pasar por ella.


La cantera

Situada a menos de un kilómetro de la puerta principal, la Wiener Graben fue la cantera más rentable para el III Reich. Cada día, durante más de doce horas, los prisioneros picaban, tallaban y acarreaban las piedras. Un trabajo inhumano que era acompañado por los golpes y las torturas a las que les sometían constantemente los kapos y los SS.

Los prisioneros tenían, además, que cargar sobre sus espaldas enormes piedras de hasta 50 kilos de peso y subirlas por la temible escalera. Inicialmente era una resbaladiza rampa jalonada con unos 140 escalones muy irregulares. No fue hasta 1943 cuando se remodeló con los 186 peldaños más rectilíneos que se han conservado hasta la actualidad. Por tanto, un altísimo porcentaje de los 7.000 prisioneros españoles que pasaron en algún momento por la cantera, solo conocieron la inestable, y aún más peligrosa si cabe, escalera inicial. Entre agosto y diciembre de 1940 todos los prisioneros realizaban ese terrible recorrido varias veces al día. A partir de ese momento pasaron a hacerlo una sola vez al finalizar la jornada. Centenares de hombres murieron durante ese tortuoso trayecto que tenían que realizar bajo los gritos y los golpes que les propinaban los SS y los kapos. Un traspiés, un desfallecimiento o un resbalón provocado por el hielo hacía que los deportados cayeran con las piedras unos encima de otros.

Los SS utilizaban la cantera como lugar de entretenimiento en el que martirizar y asesinar a los prisioneros de las formas más imaginativas. El deportado gaditano Eduardo Escot vivió en varias ocasiones el método utilizado con mayor frecuencia por parte de los soldados alemanes: «Hubo muchas liquidaciones en la cantera. Sobre todo cuando subíamos o bajábamos la escalera. Los SS se ponían a un lado y a otro de ella y cuando veían que un brazo, una pierna o una cabeza sobresalía de la formación, le golpeaban con el fusil y lo mataban; o lo agarraban y lo tiraban por el tajo». Esta práctica, repetida en infinidad de ocasiones y consistente en arrojar a los prisioneros desde el punto más alto de la cantera, recibía por parte de los SS el irónico nombre de «salto del paracaidista».

La «comida»

Los prisioneros solo descansaban una hora al mediodía para tomar un ridículo almuerzo consistente en una sopa aguada de nabos con alguna patata o zanahoria. Por la noche recibían un trocito de salchichón o un pedacito de margarina y un pan cuadrado que tenían que repartirse entre varios. En ocasiones la zanahoria era sustituida por otra hortaliza, la margarina por un trozo de queso fresco y el salchichón por un tipo de embutido de sabor difícilmente identificable. Ahí terminaba la variedad gastronómica de Mauthausen.

Este menú no era fruto de una decisión apresurada tomada por el comandante de turno. Fue Berlín quien estableció una dieta de 2.300 calorías diarias por preso, frente a las 3.500 o 4.000 necesarias para hacer frente al extenuante trabajo al que eran sometidos. La realidad fue aún peor y en Mauthausen la comida no aportaba ni siquiera 1.500 calorías por jornada y, además, se reducía a la mitad en el caso de los enfermos y de quienes se encontraban pasando el periodo de cuarentena. Esa combinación de explotación laboral y falta de alimentación fue la mayor causa de mortalidad entre los españoles. La esperanza de vida media de los prisioneros de Mauthausen era de solo seis meses entre 1940 y el otoño de 1943; esa cifra subió ligeramente, hasta los nueve meses en el periodo comprendido entre el invierno de 1943 y el otoño de 1944; y volvió a bajar hasta los cinco meses de media en 1945.

La noche

Tras regresar del trabajo a las 18:00 o las 19:00, formar nuevamente en la appelplatz y devorar la pírrica cena, los prisioneros debían entrar en la barraca entre las 20:00 y las 21:00, momento en que se apagaban las luces. Comenzaba entonces el último suplicio del día que enlazaba con el siguiente amanecer. Los deportados dormían en estrechas literas de tres pisos que se amontonaban, unas junto a otras, y que eran compartidas por tres y hasta cuatro reclusos.

Al hacinamiento, había que unir otros factores que imposibilitaban el descanso de los agotados deportados: las ventanas de las barracas permanecían abiertas durante todo el año, por lo que el frío resultaba insoportable durante los meses más duros del invierno; las plagas de piojos y pulgas les devoraban literalmente mientras permanecían en la cama; los kapos y los SS, frecuentemente, irrumpían en los barracones y obligaban a los prisioneros a salir al exterior para realizar ejercicio físico o someterles a cualquier otro tipo de tortura.

Sin apenas haber podido descansar, la campana sonaba anunciando el comienzo de un nuevo día en Mauthausen.

Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen