El camino hacia los campos de concentración comenzó en los pueblos y las ciudades de España. Los futuros deportados, en su inmensa mayoría, se alistaron para defender la II República de la amenaza que representaba la sublevación militar liderada por Franco y respaldada por la Alemania nazi y la Italia fascista. Todos ellos pagaron un precio muy alto por unir su destino al de la joven democracia española.
Tras la derrota cruzaron la frontera, en febrero de 1939, formando parte del medio millón de hombres, mujeres y niños que huían camino del exilio. Las autoridades francesas les recibieron como a auténticos criminales. Después de pasar por campos de tránsito en los que se separaba a los hombres de las mujeres, la legión humana fue conducida a espacios al aire libre rodeados por alambradas y custodiados por guardias coloniales senegaleses. Casi la mitad de los refugiados fueron concentrados en las playas próximas a la frontera catalana; 80.000 en Argelès, más de 100.000 en Saint-Cyprien, 20.000 en Barcarès y otros 25.000 en Agde. El resto fue repartido entre diversos campos de la Cerdaña francesa, el Vallespir, Gurs, Vernet d'Ariège y Septfonds. Ya fuera en las arenas frente al Mediterráneo o en las zonas habilitadas en el interior, los españoles probaban, por primera vez, la dura vida de los campos de concentración.
La falta de infraestructuras, asistencia y alimentos provocó que, solo en los primeros seis meses de reclusión, perecieran al menos 14.617 refugiados españoles. Esos son los fallecimientos por hambre, frío y enfermedades que han podido documentarse. Resulta imposible saber la cifra exacta de víctimas porque fueron muchos los que murieron sin que quedara constancia alguna de su triste final. Frente a la actitud del Gobierno galo, hubo numerosos ciudadanos franceses y algunas organizaciones humanitarias y de izquierdas que se esforzaron en paliar las precarias condiciones de vida de los exiliados.
El primer objetivo que buscaban las autoridades francesas era conseguir que el medio millón de exiliados cogiera sus escasas pertenencias y volviera a España. Las calamitosas condiciones de vida a las que fueron sometidos en los campos de concentración constituyeron el primer revulsivo con el que "animarles" a hacerlo. En agosto de 1939 había regresado a España la mitad del medio millón de refugiados que habían huido de las tropas franquistas durante el mes de febrero. Pese a las promesas que habían recibido de que no sufrirían represalias por su pasado republicano, muchos fueron fusilados o encarcelados nada más cruzar los Pirineos.
Los que se quedaron fueron presionados primero y obligados después a alistarse en las filas del ejército francés. El número de españoles que estuvo a las órdenes del Ministerio de la Guerra superó los 100.000. De ellos, unos 10.000 fueron enrolados en la Legión Extranjera y otras unidades militares, mientras que entre 30.000 y 35.000 hombres trabajaron en industrias de armamento, minas y tareas agrícolas. El resto, algo más de 60.000, constituyeron las llamadas Compañías de Trabajadores Españoles (CTE). Este cuerpo fue una invención del Gobierno francés para explotar laboralmente a los exiliados. Eran unidades militarizadas puesto que estaban sometidas a la disciplina castrense, dependían de los diferentes cuarteles generales y estaban dirigidas por oficiales del Ejército. Sin embargo, sus integrantes no portaban armas, vestían uniforme civil, realizaban trabajos estrictamente manuales de construcción, fortificación e incluso colaboraban en tareas agrícolas y forestales. Cada CTE estaba formada por 250 españoles: 10 oficiales, 230 trabajadores y otros 10 empleados que ejercían de peluqueros, sastres, cocineros, enfermeros y secretarios. El grupo era tutelado por unos 25 militares franceses entre los que se encontraba el comandante, su segundo oficial y 12 guardias móviles que se encargaban de vigilar a los republicanos.