Existen dos negras sombras que oscurecen el gran trabajo realizado durante la guerra por los políticos y los generales estadounidenses y británicos. El primero de ellos es la aparente falta de interés por lo que ocurría en los campos de concentración. Aunque tenían información del exterminio de millones de personas, no hicieron nada por evitarlo o, al menos, por intentar acelerar la liberación de algunos campos. A esto hay que añadir la nula planificación de que hicieron gala para atender a los centenares de miles de supervivientes, enfermos y hambrientos, que sabían que se iban a encontrar tras la derrota nazi.
Los líderes aliados justificaron su actuación con un argumento de peso: la mejor forma de liberar los campos era ganar la guerra cuanto antes y acabar con el régimen nazi. Sin embargo, hay dos factores que han provocado que el debate siga vivo hasta nuestros días: el primero es que mintieron tras la guerra cuando esgrimieron el desconocimiento como una de las causas principales por la que no cambiaron de estrategia; y el segundo hecho que genera dudas proviene de la propia naturaleza de las víctimas: entre los cientos de miles de deportados apenas había un puñado de prisioneros aliados. ¿Habrían obrado de la misma manera Londres y Washington si en los campos de concentración y exterminio, en lugar de judíos, gitanos, soviéticos, polacos o españoles, hubiera habido prisioneros estadounidenses y británicos?
Desde diciembre de 1942, los líderes aliados recibieron información precisa sobre la red de campos de concentración y la operación de exterminio que estaban realizando los nazis. La avalancha de pruebas fue tal, que en 1944 varias organizaciones hebreas como el Congreso Judío Mundial y la Junta para los Refugiados de Guerra, llegaron a solicitar a los aliados que bombardearan Auschwitz y las vías férreas por las que llegaban los trenes de la muerte. Otras importantes asociaciones se opusieron tajantemente a la idea porque, según dijeron, no podían asumir "la responsabilidad de respaldar un bombardeo que pudiera causar la muerte de un solo judío".
Los responsables británicos y estadounidenses esgrimieron dos excusas para no realizar los ataques: por un lado, no poner en riesgo la vida de los prisioneros; y por otro, dificultades logísticas que impedían realizar una operación de esa envergadura. Muy pronto se demostró que los dos argumentos eran falsos. El 20 de agosto de 1944, bombarderos norteamericanos destruyeron buena parte de la fábrica de combustible y caucho sintético que la empresa química IG Farben tenía junto al campo. Al menos 75 prisioneros que trabajaban en ella murieron y cerca de 200 resultaron heridos. Desde ese día hasta que las tropas soviéticas liberaron Auschwitz, se realizaron otros cuatro ataques contra el mismo objetivo que también provocaron numerosas víctimas entre los deportados. Quedaba claro que para atacar una fábrica estratégica sí había medios logísticos y no importaba matar prisioneros.
En el caso de Mauthausen, los aliados contaban con informes en que se alertaba de un plan urdido por los comandantes de las SS para exterminar a todos los prisioneros. A finales de abril de 1945, un grupo de deportados franceses fueron liberados por la Cruz Roja Internacional. Varios de ellos confirmaron el riesgo que existía de que los nazis ejecutaran al resto de los prisioneros. El 3 de mayo, el propio Eisenhower trasladó esa preocupación a los mandos que operaban en la zona. Las tropas de Patton, general estadounidense conocido por su profundo racismo y antisemitismo, se encontraban a menos de 20 kilómetros de Mauthausen. La inquietante información no provocó efecto alguno. A nadie le importó la existencia del campo ni el destino que tuvieran sus prisioneros. Cuarenta y ocho horas después, un pelotón de reconocimiento formado por solo 23 hombres se topaba casualmente con Gusen y más tarde con Mauthausen.
Nuevamente los responsables aliados esgrimieron el desconocimiento como atenuante para justificar el descontrol y la improvisación que marcaron su gestión de la crisis humanitaria surgida tras la liberación. Sin embargo, en sus despachos contaban con innumerables informes que hablaban sobre las decenas de miles de deportados que se hacinaban en Mauthausen en condiciones infrahumanas. Si no hubo mayor cantidad de víctimas en aquellas horas críticas, fue gracias al trabajo de la organización política y militar de que disponían los propios prisioneros. Hasta cinco días después de la liberación no llegó el primer hospital de campaña a la zona para atender a los liberados.
Los propios responsables políticos y militares norteamericanos reconocieron internamente que algo se estaba haciendo rematadamente mal. El 1 de junio, 26 días después de la liberación de Mauthausen, el consejero político para Alemania de Estados Unidos envió una elocuente carta a los altos mandos de su Ejército: "De acuerdo a la información que acabo de recibir de Berna, unos 27.000 prisioneros del campo de Mauthausen han sido abandonados a su suerte desde la liberación. La mayoría está en condiciones físicas muy críticas, 300 o 400 mueren cada día debido a la malnutrición, el tifus y la tuberculosis. Solo hay unidades americanas en la zona, sin los medios ni el personal adecuado para manejar la situación... Por otra parte, la imposibilidad de prestar un rápido socorro está siendo utilizada por los rusos para hacer propaganda antiamericana en el área que controlan". Nunca sabremos qué pesó más en el ánimo del consejero estadounidense para escribir esas líneas: el desastre humanitario o la preocupación porque los rusos les ganaran la batalla de la propaganda.