De él solo conocíamos su nombre, Antonio Hernández Marín, unos pocos datos personales y que había estado cautivo en Mauthausen. Partiendo casi de la nada, y con una exhaustiva investigación, hemos podido trazar sus pasos; desde su lucha en la guerra de España, su exilio en Francia, su participación en la Segunda Guerra Mundial, su captura y traslado a los campos de prisioneros alemanes, su deportación al campo de concentración de Mauthausen, su regreso a Francia y su fallecimiento.
En Molina de Segura, en el seno de una familia de jornaleros y ferroviarios, nació un caluroso 24 de agosto de 1907 Antonio Hernández Marín. Su fecha oficial de nacimiento se consignó con seis días de retraso, el 30, tal y como consta en su certificado de bautismo expedido en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción.
Junto a sus seis hermanos, Carmen, Pedro, Amparo, Josefa, Manuela y Francisco, creció entre las huertas cercanas a la localidad de Alcantarilla. Su padre, ferroviario de profesión, falleció cuando sus hijos aún eran muy jóvenes. Según recuerdan algunos familiares, murió en un trágico accidente que sufrió el tren en el que viajaba.
Antonio y dos de sus hermanos heredaron la afición por los ferrocarriles. En 1932, el diario La Verdad de Murcia publicaba una llamativa noticia. El guardabarreras del paso a nivel de Alcantarilla, Antonio Hernández Marín, había sido denunciado por los daños que había sufrido un vehículo, conducido por un chófer, y en el que viajaba un ciudadano de la alta sociedad de la provincia. No sabemos qué consecuencias legales tuvo este incidente para Antonio, pero nos permite confirmar que antes de la guerra trabajaba para la compañía ferroviaria M.Z Y A. (de Madrid a Zaragoza y Alicante).
En el momento en que una parte del Ejército liderada por Franco y otros militares fascistas se sublevaron contra el Gobierno democrático, Antonio Hernández militaba en el Partido Socialista. Es muy probable que se incorporara inmediatamente a las milicias populares, aunque el primer documento oficial del Ejército republicano en el que consta su nombre es de noviembre de 1936. Entre esa fecha y enero de 1937 ingresó en el Cuerpo de Carabineros, donde se integró en el grupo de Artillería. Gracias a los documentos oficiales, sabemos que su primer destino bélico fue en la 5ª Brigada Mixta, que se desplegó en Madrid para defender la capital del aparentemente imparable avance rebelde. La 5ª B.M. participó en diversas batallas en torno a la Ciudad Universitaria y otros lugares del frente de Madrid como el Jarama. Según consta en un informe remitido al teniente coronel Rojo por el comandante en jefe de la Brigada, en noviembre de 1936 el grupo de artillería lo dirigía el comandante Cuesta y contaba con 5 piezas calibre 7'7 y otras 6 piezas calibre 7'5. Conocemos muchos otros detalles de las peripecias de esta unidad artillera por el testimonio de uno de sus miembros, el argentino Luis Casas, que escribió sus memorias en el libro Sangre y tragedia. Según relata Casas, la batería artillera de la 5ª Brigada Mixta se ubicó, a finales de 1936, en la mismísima plaza de Moncloa. Sus mandos ocuparon las instalaciones de la antigua fábrica de perfumes GAL, donde hoy se levanta el célebre complejo de ocio y residencial «Galaxia». Los objetivos en los que centraba sus ataques la batería eran los alrededores del Clínico y de la Ciudad Universitaria. La unidad sufrió numerosas bajas como consecuencia de los bombardeos aéreos y los obuses lanzados desde la zona fascista.
Existe una laguna documental que no nos permite asegurar cuál fue el destino de Antonio entre agosto de 1937 y julio de 1938. Todo apunta a que, la mayor parte del tiempo, siguió en el grupo de Artillería de la 5ª Brigada Mixta. Eso le habría supuesto permanecer en el frente de Madrid hasta noviembre de 1937. En esa fecha, su unidad fue enviada a Olot, donde pasó escasos días para, finalmente, instalarse en Castellón, en la retaguardia. Alojados en la Escuela de Clases para el Ejército, los miembros del grupo sufrieron constantes bombardeos. Uno de sus días de gloria fue en el que protagonizaron un desfile delante del líder laborista británico Clement R. Attlee. Una visita diplomática que levantó muchas expectativas entre las autoridades republicanas pero que no sirvió para cambiar la pasividad e indiferencia con que las democracias europeas afrontaron la guerra de España.
En julio de 1938 La Gaceta de la República recogía el ascenso a cabo de Antonio, dentro del batallón número 47. Dicho batallón pertenecía a la XII Brigada Internacional. Según el profesor e historiador Carlos Engel, lo más probable es que se incorporara a esta Brigada unos meses antes, durante la primavera: «La XII Brigada Internacional había sido muy diezmada en los últimos combates en que había participado. Por ello tuvo que ser reconstruida con soldados y mandos españoles», nos explica Engel.
La reorganización culminó en julio de 1938, cuando partió hacia el frente del Ebro. Allí, según diversas fuentes, entre ellas el propio Engel, la XII B.I. participó de forma significativa en la batalla del Ebro, entrando en acción el 14 de agosto en medio de un feroz contraataque contra los carlistas del general García Valiño. En septiembre intervino en nuevos combates que se saldaron con un gran número de bajas. La brigada fue retirada el día 23, para poder repatriar a los extranjeros. El 1 de octubre se formó una nueva 12ª Brigada Mixta, estrictamente compuesta por mandos y efectivos españoles. A finales de 1938, el batallón 47 se integró en la 228 Brigada Mixta, organizada con batallones del Cuerpo de Carabineros, donde permaneció el resto de la contienda. Carlos Engel explica el porqué de este cambio: «Cuando se deshicieron las Brigadas Internacionales en octubre del 38, los efectivos españoles que se encontraban en ellas se incrustaron en otras brigadas. Además, se utilizó a los batallones más fogueados para formar nuevas Brigadas Mixtas como lo era la 228». A esta brigada se le encarga la defensa de un sector del Bajo Ebro pero apenas tuvo tiempo y medios para combatir. Ante el avance de las tropas franquistas, se vio obligada a abandonar España por Puigcerdá. Según un documento de la prefectura de policía de París, Antonio Hernández cruzó la frontera el día 10 de febrero de 1939.
Según atestiguan varios compañeros de su batallón, los gendarmes franceses les confinaron en el campo de Bourg-Madame. En este lugar tuvieron que permanecer acampados, en unos prados junto al ganado, sufriendo durante semanas un frío espantoso. Antonio fue posteriormente trasladado al campo de concentración de Vernet d'Ariège. Se trataba de un recinto disciplinario en el que la «democracia» francesa confinó a más de 15.000 republicanos. Se ha dicho que la mayoría eran miembros de la Columna Durruti y que fue su ideología anarquista la que llevó a las autoridades galas a considerarles extremadamente peligrosos y, por ello, encerrarles en este duro campo. La verdad es que, junto a los anarquistas, había miles de soldados, civiles e incluso niños que, simplemente, habían huido de las represalias del bando fascista. Un mínimo de 215 internos murieron en Vernet por el frío, el hambre, las enfermedades…, en definitiva, por las lamentables condiciones de vida que se sufrían en él, al igual que en otros campos franceses. La masificación en Vernet fue tal que unos 5.000 hombres, entre ellos Antonio, fueron trasladados hasta la cercana localiad de Mazères. Allí, en el interior de una vieja fábrica de ladrillos abandonada llamada Carrère, tuvieron que malvivir durante varias semanas. Finalmente, alrededor de septiembre de 1939, Antonio fue trasladado al campo de Septfonds, donde el Gobierno francés concentró a más 16.000 españoles. Según el testimonio de los supervivientes, las condiciones de vida eran más que precarias y los malos tratos, frecuentes. En este lugar se reunieron, sin aún ellos saberlo, buena parte de los españoles que acabarían en Mauthausen. El fotógrafo Francesc Boix; los dirigentes comunistas Manuel Razola y Mariano Constante; y otros republicanos que sobrevivirían al campo y darían testimonio del horror allí vivido como José Sáez Cutanda, Ramiro Santisteban, Marcelino Bilbao, Josep Figueras, Ramón Bargueño, Manuel Alfonso Ortells, Antonio Luján y Alfonso Maeso.
Todos los republicanos llevaban meses siendo humillados por los gendarmes y los soldados franceses. Recibían todo tipo de presiones para que volvieran a España. Sin embargo, especialmente después de la declaración de guerra a Alemania ese mes de septiembre, los oficiales galos trataron de reclutarles. «Alistaos al Ejército francés. El enemigo es el mismo fascismo contra el que luchasteis en España». Ese mensaje no calaba en unos hombres maltratados y vilipendiados por una nación que les había dado todo menos Liberté, Egalité y Fraternité. Por ello la mayoría acabaron siendo alistados a la fuerza.
No sabemos si voluntariamente para huir de la miseria de Septfonds u obligado, Antonio Hernández se alistó en la 25ª Compañía de Trabajadores Españoles (CTE) del Ejército francés. Gracias a los documentos que se conservan en los archivos del Ministerio de Defensa galo, podemos precisar cuál fue el devenir de esta unidad. Se había formado en el mes de marzo o abril, muy probablemente en el campo de Barcarès. Sus componentes recibieron adiestramiento en el campo militar de Suippes, perteneciente a la Sexta Región Militar. Durante meses fue perdiendo hombres que decidieron regresar a España o fueron declarados incapaces para el servicio. Por ese motivo, a finales de noviembre de 1939 fue reforzada con republicanos de Septfonds. Entre ellos estaba Antonio Hernández. Según el relato de algunos compañeros, la guardia móvil les llevó en camiones hasta la estación de Toulouse. Desde allí, a bordo de vagones para el transporte de ganado de «8 caballos, 40 hombres», fueron trasladados a la Línea Maginot, junto a la frontera con Alemania. La 25ª fue asignada al IV Ejército, junto a la 22ª, 23ª, 24ª y 26ª. Las cinco unidades formaban el Grupo I de Compañías de Trabajadores Españoles, que comandaba el capitán francés Marceaux. En los meses siguientes llegaron más compañías y se produjeron diversas reorganizaciones, pero la 25ª CTE siempre estuvo encuadrada en el mismo grupo y con el mismo mando. En enero de 1940 sabemos que Antonio Hernández y el resto de compañeros de la 25ª estaban trabajando en una explotación agrícola de la localidad de Leyviller (a 20 kilómetros de Morhange que era donde tenía el cuartel general el Grupo I). En febrero parece que se trasladó a otro trabajo, no sabemos de qué tipo, en la cercana localidad de Altviller. El 25 de ese mes fue nuevamente trasladada a la importante ciudad de Cappel, donde permaneció hasta la invasión del ejército nazi. Por el testimonio de otros compañeros de unidades «hermanas» como la 26ª, sabemos que los españoles levantaron fortificaciones y contribuyeron a reforzar la Línea Maginot.
El 10 de mayo de 1940 Alemania inició la invasión de los Países Bajos y Francia. En la zona en que se encontraba Antonio la situación era de relativa calma. Había algunos bombardeos, pero el frente se situaba muchos kilómetros al norte. Hitler había decidido no asaltar la Línea Maginot sino rodearla por su extremo superior. El desastre militar aliado fue total. Cuando las tropas alemanas ya habían tomado buena parte de Francia se dirigieron hacia el sur, la zona en que se encontraba Antonio y más de 12.000 españoles. El 7 de junio, en un intento por seguir controlando la situación, el Alto Mando francés ejecutó el repliegue de más de 2.200 españoles, entre ellos estaba Antonio. Nueve CTE (22ª, 23ª, 24ª, 25ª, 26ª, 27ª, 30ª, 32ª y 33ª) fueron alejadas de la frontera y, tras recorrer en tren 180 kilómetros, se desplegaron en las cercanías de la localidad de Sainte-Menehould. Otros 10.000 republicanos permanecieron en la Línea Maginot. Para unos y otros la suerte estaba echada. Entre ese día y el 11 de junio, en que cayó la ciudad de Reims, se inició una auténtica desbandada. La mayoría de los oficiales franceses desaparecieron. Los españoles, junto a miles de soldados galos, emprendieron una caótica huida hacia el este y el sur buscando alejarse de los alemanes.
Antonio estaba entre esa masa desesperada que trataba de llegar a pie hasta Suiza. Sin embargo, la mayor parte de ellos fueron rodeados por el ejército alemán en la llamada «Bolsa de los Vosgos» en la región del mismo nombre. Antonio fue capturado cerca de la localidad de St. Maurice sur Moselle. Había caminado más de 230 kilómetros huyendo de los nazis. Solo le quedaban 55 kilómetros para llegar a Suiza. Lo que no sabía es que, de haber logrado su objetivo, no le habría servido para nada ya que las autoridades impedían el paso a los españoles y les ponían a merced de los alemanes.
No es posible dar una fecha exacta de su captura por los soldados alemanes. En diversos documentos, el propio Antonio Hernández ha situado ese día entre el 13 y el 28 de junio. En cualquier caso, lo que es seguro es que, tras ser apresado, fue trasladado a pie hasta la ciudad de Épinal. Allí los nazis establecieron un frontstalag, un campo de prisioneros provisional en el que se registraba a los cautivos, se les organizaba por nacionalidad y se les enviaba a su destino definitivo. En el caso de Antonio ese supuesto «destino definitivo» fue el stalag VIII-C, ubicado en la lejana localidad de Sagan (hoy llamada Zagan y perteneciente a Polonia).
A finales de junio o principios de julio, Antonio llegó a ese gran campo de prisioneros de guerra, después de recorrer a pie y en tren 930 kilómetros desde la ciudad de Épinal. A su llegada recibió el número de prisionero 56.852. Junto a él llegaron otros 750 españoles y varios miles de franceses. Este lugar pasaría, años más tarde, a ser mundialmente conocido porque un campo anexo, el Luft III, fue el escenario de la célebre «gran evasión». Según los prisioneros españoles que pasaron por Sagan el trato no era malo y la comida aceptable. Los presos trabajaban en tareas agrícolas y, lo que es más importante, se les trataba como a prisioneros de guerra de acuerdo a la Convención de Ginebra. Antonio debió pensar que no era un mal lugar para aguardar el final de la contienda. Tenía, además, junto a él a su gran amigo Antonio Cebrián Calero. Un joven manchego, nacido en la localidad albaceteña de Bormate, con el que había coincidido en la 25ª CTE.
Todo cambió el 1 de octubre de 1940. Antonio y el resto de republicanos de Sagan vieron entrar en el campo a agentes de la Gestapo. Solo unos días antes, el ministro de la Gobernación de Franco, Ramón Serrano Suñer, se había reunido con Hitler y con Himmler en Berlín. «Casualmente», tras la visita del dirigente franquista, la Oficina de Seguridad del Reich cursó una directiva por la que ordenaba que todos los prisioneros españoles fueran trasladados a campos de concentración.
Uno por uno los republicanos fueron fotografiados e interrogados. A finales de noviembre los 750 españoles fueron separados de los prisioneros franceses, holandeses y británicos, y conducidos a la estación de ferrocarril. A bordo de un tren volvieron a atravesar toda Alemania para llegar hasta el stalag XII-D, levantado junto a la ciudad de Trier. Cruzaron sus puertas el 28 de noviembre. Allí había prisioneros de guerra británicos y, sobre todo, franceses. Durante algo más de mes y medio permanecieron separados del resto de los presos. Para los españoles solo era un lugar de tránsito hacia otro destino aún peor.
El 22 de enero de 1941 los soldados alemanes les obligaron a subir a bordo de un tren con rumbo desconocido. A los españoles de Sagan, parece que se les unió un puñado de republicanos que se encontraban internados en Trier. Algunos de los pasajeros pensaban que les llevarían a España. Otros, los más optimistas, creían que iban rumbo a la Francia de Vichy. El viaje duró tres días, apiñados en vagones de «8 caballos, 40 hombres» aunque, en realidad, iban más de 100 personas en cada uno de ellos. Apenas tenían comida ni agua y no se les permitía bajar en ningún momento. Un viejo cubo hacía las veces de retrete, que vertía su pestilente contenido con los vaivenes del convoy. El 25 de enero a las dos de la madrugada llegaron a la estación de Mauthausen. De los 775 asustados españoles que iban a bordo, solo 180 sobrevivirían a su paso por el campo de concentración.
Antonio vio muy pronto la primera prueba de que el futuro iba a ser muy negro. Quienes les recibían en el andén no eran soldados del ejército sino miembros de las SS. Sus gritos y los ladridos de sus perros atemorizaban a los exhaustos viajeros. A empujones y golpes les obligaron a formar en fila de a cinco y les obligaron a caminar. Atravesaron el pequeño pueblo de Mauthausen que, a esas horas, se encontraba en calma. Los SS cesaron en sus gritos durante esos primeros metros de marcha. En cuanto las últimas viviendas quedaron atrás, los aullidos de los animales y los ladridos de los perros resonaron nuevamente en los oídos de los españoles. Según relatan los supervivientes de este convoy, un vehículo alemán abría paso a la columna iluminando el camino con sus focos. Los presos caían al suelo por agotamiento y a consecuencia del hielo que cubría el empinado sendero. Los SS golpeaban sin piedad al caído o al rezagado hasta que lograba unirse a sus compañeros. El que no lo conseguía, era asesinado de un disparo en la cabeza. Antonio trató en todo momento de no separarse de su amigo Antonio Cebrián.
Al llegar a la cima de la colina, vieron el gran muro de piedra de Mauthausen. Accedieron a los garajes de los SS por una puerta que recordaba así, Antonio, años después: «En la parte superior de la misma se alzaba amenazadora una gigantesca águila imperial que con las alas desplegadas, de tres metros de envergadura, oprimía entre sus enormes garras la simbólica cruz gamada del fascismo alemán». Aún impresionado por la visión, subieron las escaleras y entraron por la puerta principal.
Sus compañeros de convoy recuerdan que el número dos del campo, el capitán de las SS George Bachmayer, fue el encargado de recibirles. Tras ser obligados a formar delante de él, Bachmayer se dirigió a ellos, con la ayuda de un intérprete, y les dejó claro cuál iba a ser su destino: «Habéis entrado por la puerta, pero de aquí solo saldréis por la chimenea del crematorio».
Antonio tuvo después que desnudarse y sufrir un nuevo tormento en la ducha. Los chorros de agua hirviendo y agua helada se sucedían, mientras los SS les miraban y reían desde el otro lado de la puerta. Escaldados y agotados pasaron por las manos de los barberos, que con cuchillas desgastadas, les quitaron hasta el último pelo del cuerpo y buena parte de la piel. Después, recibieron el uniforme rayado y el triángulo azul con la «S» en el centro que les identificaba como «rojos españoles». Un grupo de presos-secretarios anotaron sus datos personales en los libros de registro. Antonio fue inscrito como «eisenbahner», ferroviario, y recibió el número de prisionero 4.443. Este número había pertenecido hasta el día anterior al madrileño José Fontanet Moreno, que fue trasladado a Gusen donde fallecería el 10 diciembre de ese mismo año. Antonio Cebrián lució en su uniforme el 4.442, solo un número menos que Antonio Hernández. Está claro que los dos amigos habían logrado mantenerse juntos durante todo el camino hacia el infierno.
Los datos que conocemos de su estancia en Mauthausen provienen tan solo de dos fuentes: los pocos escritos que dejó tras su muerte y las fichas de prisionero que se conservan en los archivos de Mauthausen y del International Tracing Service. Antonio durmió las primeras noches en la barraca 18 dentro del llamado campo de cuarentena. Junto a sus compañeros de Sagan y aislado del resto de prisioneros, pasó los primeros días aprendiendo las normas concentracionarias, alisando la nieve con sus pies y sometiéndose a los castigos y burlas de los kapos y los SS.
Pasado el periodo de cuarentena fueron trasladados al campo central. La mayor parte de los españoles estaban en las barracas 11, 12 y 13. Antonio Hernández explica en sus escritos que su primer destino fue en el «Maura-Comando». Así llamaban los españoles al grupo de trabajo de albañiles (Maurer kommando en alemán). Debió participar en los trabajos de construcción del propio campo durante algunas semanas. Este destino no figura en su ficha de prisionero, que sí recoge su segundo y terrible trabajo: «W.G.». Wiener Graben, el nombre de la cantera de Mauthausen. Y dentro de ella en «Bruch III», algo así como la «grieta III». En aquellos tiempos el trabajo en la cantera consistía en picar piedras y transportarlas en carretillas. Una vez al día, al finalizar la jornada, Antonio y sus compañeros tenían que subir los irregulares peldaños de la empinada escalera de la cantera cargados con una piedra de entre 30 y 50 kilos de peso. Así lo describía él mismo en uno de sus poemas:
Antonio pasó casi cuatro años en la cantera, o así al menos consta en su ficha de prisionero. Sus compañeros españoles le llamaban el Murciano. Sin duda pasó los peores momentos en 1941 y 1942, cuando fueron asesinados la inmensa mayoría de los españoles. El hambre era tan atroz que, con su buen amigo Cebrián, llegaron a protagonizar un acto de canibalismo. Sin saberlo o, quizás, sin quererlo saber, comieron los intestinos de unos prisioneros judíos que habían sido asesinados por los SS.
En octubre de 1941, su amigo Cebrián no pudo más y se ofreció voluntario para ir a Gusen. Muchos prisioneros pensaban que no podía haber nada peor que Mauthausen. Se equivocaban. Cebrián pagó el error con su vida como escribió, tiempo después, Antonio Hernández: «Jamás olvidaré hermano Cebrián, como no te olvido a ti, que dejándome en aquel siniestro campo marchaste a Gusen creyendo mejorar tus penas. Tu suerte se agravó en el cambio de lugar y tú, hecho de roble en los espaciosos campos de la Mancha, sucumbiste como un cordero ante el lobo carnicero». Poco más de un mes aguantó Cebrián en Gusen. El 14 de noviembre salió del campo, tal y como había predicho el siniestro Bachmayer, a través de la chimenea.
Precisamente el recuerdo del humo del crematorio persiguió a Antonio durante el resto de su vida. A sus familiares siempre les narraba una de las escenas que más le impresionó en Mauthausen. Fue el día que encontró a un hombre llorando y aspirando enérgicamente el aire viciado por ese humo cargado de cenizas. Antonio le preguntó lo que hacía. El hombre le contestó: «Estoy respirando lo que queda de mi familia».
Antonio sobrevivió robando y comiendo peladuras de las patatas. En relatos poco concretos y demasiado olvidados explicó, años después, que estuvo dos veces a punto de ser ejecutado. En una de ellas, en que probablemente se encontraba en la enfermería, le seleccionaron para ser liquidado. Se salvó porque el prisionero que ocupaba la cama de al lado falleció y con él los SS cubrieron el cupo de muertos por ese día. Ya en las postrimerías de la guerra Antonio consiguió, por fin, abandonar la cantera. Según quedó reflejado en su ficha de prisionero, entre el 11 de octubre y el 26 de noviembre de 1944 fue destinado al Baukommando, el comando de la construcción. No conocemos el trabajo concreto que realizó, pero con toda probabilidad participó en las tareas de ampliación del campo o bien en la finalización de infraestructuras inacabadas.
Tras este breve periodo fue enviado a Gusen. El subcampo, situado a cinco kilómetros, era conocido como el «matadero de Mauthausen», ya que fue en él donde pereció la inmensa mayoría de los españoles. En este punto existe un factor que nos genera gran confusión. En su ficha de prisionero de Mauthausen, los SS consignaron como destino «Gusen Lungitz». Conocido como Gusen III, era un pequeño subcampo en el que subsistían unos 300 deportados. Todos ellos repartían su trabajo diario entre una panadería y las fábricas subterráneas en que se construían aviones de guerra.
Sin embargo, en la ficha personal de Antonio que se archivó en Gusen no consta que trabajara en ninguno de estos lugares y sí que formó parte de dos kommandos del campo central de Gusen. Existen, por tanto, diversas posibilidades: la más probable es que estuviera muy pocos días en Lungitz y que después fuera trasladado al campo central de Gusen; aunque no podemos descartar que permaneciera hasta el final de la guerra en Lungitz y desde allí le desplazaran cada día a su lugar de trabajo. Lo que sí sabemos con certeza son los nombres de los dos kommandos en los que estuvo: Schleppbahn (nombre que aparece tachado en su ficha de prisionero de Gusen) y Donaubruch. Uno de los mayores expertos en Gusen, el historiador austriaco Rudolf A. Haunschmied, interpreta estos datos de la siguiente manera: «Todo apunta a que primero trabajó en la Schleppbahn, la línea de ferrocarril de las SS que unía Gusen con la estación del pueblo de St. Georgen. Conociendo la formación profesional de Antonio, es muy posible que le enviaran allí por ser ferroviario. Esa línea llevaba operando desde marzo de 1943. Al aparecer tachado Schleppbahn, queda claro que ese fue su primer destino y que después le enviaron a Donaubruch. Este nombre, como tal, no consta de forma concreta en la documentación que se conserva de la época. Presumiblemente se trata de una pequeña cantera de piedra en la ribera del Danubio. Allí pudo trabajar en la propia cantera o en un ferrocarril de vía estrecha que existía en la zona. Las SS operaban una gran cantidad de vías férreas en el complejo de Gusen». La también historiadora austriaca Martha Gammer apunta otras hipótesis: «Dentro de la línea férrea conocida como Schleppbahn, había un grupo de prisioneros que trabajaba en la estación de Lungitz. No podemos descartar que ese fuera su primer destino. En cuanto a Donaubruch, no está claro. Pudo ser un túnel que los nazis quisieron construir entre Gusen III y Gusen II para establecer un enlace por ferrocarril. El proyecto se abandonó al poco de empezar, o bien porque el terreno era más duro de lo esperado o porque estimaron que no era necesario porque la línea férrea existente discurría entre bosques y estaba relativamente a salvo de los bombardeos aliados».
Las dudas existentes sobre su último destino no nos permiten saber con absoluta seguridad donde encontró Antonio la ansiada libertad. Pudo ser uno de los primeros españoles en alcanzarla si se alojaba en las barracas de Gusen III (Lungitz). El pelotón de soldados estadounidenses liderado por el sargento Kosiek se topó con el pequeño subcampo de Lungitz nada más iniciar su misión el 5 de mayo de 1945. No sería hasta unas horas más tarde cuando se encontraría con el horror de Gusen y, finalmente, con Mauthausen.
Fuera en Lungitz o en el campo central de Gusen, Antonio no tuvo tiempo para grandes celebraciones. El caos y la violencia reinante tras la liberación empujó a todos los españoles a dirigirse a pie hacia Mauthausen, donde sabían que estaba el grueso de sus compatriotas. Antonio contaba allí con grandes amigos a los que deseaba ver lo antes posible. Su estado físico era lamentable y apenas superaba los 40 kilos de peso. No hay constancia de que tuviera que ser ingresado en los hospitales de campaña que levantó el Ejército de EEUU para atender a los deportados.
El Murciano permaneció más de 20 días en el campo. Mientras el resto de prisioneros regresaban como héroes a sus naciones de origen, los españoles no tenían a dónde ir. A finales de mayo las autoridades francesas, presionadas por sus deportados y por parte de su opinión pública, aceptó acogerles en su territorio. En esos días, los republicanos fueron subidos a camiones del ejército estadounidense para ser, por fin, evacuados. El fotógrafo y exprisionero Francesc Boix tomó varias imágenes de ese momento. En una de ellas, se puede ver a Antonio junto a otros españoles, entre ellos, el que sería su gran amigo durante el resto de su vida, el alicantino Antonio Terres1. Todos ellos sonríen y la mayoría levanta el puño con orgullo. Aún creían que los Aliados acabarían con la última dictadura fascista de Europa, la que lideraba Franco, y eso les permitiría regresar a sus hogares.
Sin embargo su viaje finalizó en París. Antonio, muy probablemente, voló hasta allí desde el aeropuerto de la ciudad austriaca de Linz. En la capital francesa le trasladaron al centro de repatriación ubicado en el lujoso Hotel Lutecia. El 29 de mayo rellenó personalmente su ficha y, al día siguiente, se sometió a un reconocimiento médico. El doctor que realizó el chequeo anotó que su estado físico no era ni bueno ni malo, sino «intermedio» y que sufría una pérdida de peso global de «entre 5 y 9 kilos». Las autoridades francesas le entregaron finalmente su carta de repatriado con el número 1309819.
Antonio pasó algunas noches alojado en el Lutecia donde dispuso de una habitación para él solo, una cama individual con sábanas y ¡un baño privado! Un lujo del que no disfrutaba desde hacía más de 9 años. Pasado unos breves días, los españoles que no tenían familiares en Francia fueron repartidos entre localidades del cinturón industrial de París. El alcalde comunista de Ivry sur Seine se ofreció a acoger en su villa a 62 españoles. El Murciano y su amigo Antonio Terres formaron parte de este grupo, que quedó alojado en una casa de acogida situada junto al Ayuntamiento. Durante nueve meses recibieron comida, ropa y algo de ayuda económica por parte de las autoridades. Ni Antonio ni la mayoría de sus compañeros tenían grandes conocimientos de francés, por lo que una de las primeras cosas que intentaron es aprender la lengua de la nación que les había dado cobijo. Poco a poco fueron encontrando trabajo pero su situación se deterioró en marzo de 1946, cuando se cerró la casa de acogida y se vieron, literalmente, en la calle.
Los españoles buscaron pensiones y hoteles de mala muerte en los que poder compartir habitación. El Murciano lo hizo con otro de sus amigos deportado, Diego Ojeda. Junto a varios compañeros eligieron un tugurio situado en el número 5 de la calle Christophe Colomb de Ivry. Regentada por una familia de origen argelino, la pensión no tenía ni siquiera nombre. Los humildes huéspedes contravenían las normas de la casa y cocinaban a escondidas en las habitaciones, ayudándose de pequeños infiernillos.
A finales de 1946 su amigo Antonio Terres se casó con Isabel Sánchez, miembro de una familia que se exilió antes de la guerra por motivos económicos. Casi 70 años después, ella relata con una sonrisa en la boca que en su boda estuvo el Murciano, pero que también se colaron muchos otros deportados españoles que se dieron por invitados. «No habíamos preparado comida para tanta gente», recuerda Isabel.
Los dos Antonios formaron parte, desde el primer momento, de la Federación Nacional de Deportados y Patriotas Resistentes (FNDIPR). Se trataba de una de las asociaciones creadas por los antiguos prisioneros para defender sus derechos y mantener su lucha contra el franquismo.
En 1946 el Murciano solicitó su carnet de deportado político a la FNDIRP. En la instancia consignó como empleo «manoeuvre» y como domicilio el número 2 de la Rue Victor Hugo. Curiosamente esa era la casa de los suegros de Antonio Terres y el lugar en el que él vivía con su esposa. Isabel afirma que el Murciano nunca vivió allí con ellos, por lo que es muy probable que diera esta dirección para garantizar que le llegara la correspondencia oficial. Parece claro, por tanto, que seguía alojado en alguna humilde pensión y que se ganaba la vida como peón en alguna empresa de la zona.
En estos tiempos duros, Antonio ya había recuperado una de sus grandes pasiones: la literatura. Comenzó a copiar, de su puño y letra, obras de sus autores favoritos, entre los que destacan Gabriel y Galán, Espronceda, Blasco Ibáñez, Unamuno y Pío Baroja. También se atrevió a escribir algunos relatos y poemas. En mayo de 1947, coincidiendo con el segundo aniversario de su liberación, expresaba su deseo por volver a su querida tierra murciana en «Nostalgia»; un texto que culminaba con estas palabras: «Tierra idolatrada, ni el tiempo ni la distancia podrán hacer que te olvide y solo anhelo, aunque sea con mi cabeza plateada y mi cuerpo encorvado por el paso de los años, volver a esa tierra querida, delicioso país, morir en ella y que mi cuerpo inerte duerma el sueño eterno junto a mis muertos y a la sombra de tu gentil y bella torre».
1948 es un año importante para Antonio. En marzo recibió su primer carnet de identidad francés con el número 47AC18763 en el que se le distinguía como «residente privilegiado». Cambió de domicilio trasladándose a otro hotel situado en el 22-24 del boulevard Paul Vaillant-Couturier. No sabemos en qué momento exactamente, Antonio se convirtió en OS2 (obrero especializado categoría 2). Comenzó a trabajar en una empresa dedicada a la importación de bananas desde América, donde pasaría el resto de su vida profesional.
A partir de diciembre de 1950, el Murciano frecuentaba el café restaurante que habían abierto Antonio Terres y su esposa Isabel en el mismo boulevard. Era un lugar que, muy pronto, se convirtió en punto de reunión para los deportados. Según recuerda Isabel, su marido sacaba con frecuencia su viejo clarinete y sus amigos le acompañaban entonando viejas melodías.
Antonio Hernández mantenía un constante contacto por correo con su madre y sus hermanos, que permanecían en Murcia. En sus cartas expresaba su deseo de regresar pero temía ser asesinado por los franquistas: «No he hecho nada en España para que me acusen como a un criminal… pero a lo mejor se meten conmigo», confesaba a su madre en el inicio de la década de los 50. Aunque su situación económica seguía siendo muy difícil, enviaba paquetes de comida a sus familiares de España, donde la vida era todavía más dramática.
En 1952 solicitó la atribución del título de deportado político al Gobierno francés, que le fue otorgado el 16 de diciembre de 1955. Entonces recibió su carnet de deportado político con el número 110118653. Unos meses después, el Gobierno francés le indemnizó a él y al resto de sus compañeros por las penalidades sufridas como consecuencia de haber formado parte del ejército galo. Los soldados franceses ya hacía años que habían percibido estas indemnizaciones. Ahora se hacía justicia y los republicanos españoles veían reconocidos parte de sus derechos. Antonio cobró un cheque del Tesoro francés por un importe de 62.400 francos. Las penurias habían quedado atrás; quince años después de la liberación la democracia francesa agradecía el sacrificio de los miles de españoles que combatieron contra los nazis.
Para rematar esta sustancial mejora, a principios de 1960 se le concedió la nacionalidad francesa, momento en el que Antonio y muchos de sus compañeros pensaron en viajar a España para reencontrarse con sus seres queridos. Creían que el pasaporte galo les serviría de escudo contra cualquier tipo de represalia que quisiesen perpetrar contra ellos las autoridades franquistas Un verano, decidió subirse al coche con su amigo Antonio Terres, que ya había viajado a España el año anterior en compañía de su esposa. Al llegar a la frontera, según cuenta Isabel, se produjo una desagradable sorpresa: « Registraron el coche y no encontraron nada porque solo llevábamos ropa y cosas para comer. A Antonio le miraron los papeles y no le dijeron nada, pero al Murciano se lo llevaron a la oficina. Estuvo allí dentro mucho tiempo. Nosotros estábamos muy asustados porque, por la forma en que se lo habían llevado, pensábamos que le iban a detener. Varias horas después le soltaron. Antonio conducía siempre con mucha calma, pero recuerdo que en cuanto su amigo entró en el coche, arrancó a toda velocidad». Dos días después, el Murciano pudo conocer a sus sobrinos y abrazar a su madre y a sus hermanos. No lo hacía desde el invierno de 1938.
A partir de entonces, Antonio Hernández pasaba los veranos en Murcia, junto a su hermana Amparo y sus sobrinos. Llegaba siempre cargado de regalos y gastaba mucho dinero en una España mísera que seguía viviendo una realidad en blanco y negro. En el camino desde París se detenía primero en Sigüenza y después en Madrid, en casa de su sobrino Pepe. Con los hijos de este, daba largos paseos por el barrio del Lucero y el paseo de Extremadura. De cuando en cuando hacía una parada en un bar con grandes cristaleras llamado «García», donde pedía un vino o una cerveza. Mientras disfrutaba de ese momento, Antonio no podía imaginar que su paso por el campo de concentración y ese lugar estaban conectados por una triste historia. A menos de 10 metros de ese bar vivió, hasta 1936, José Fontanet, el hombre del que Antonio heredó el número de prisionero 4.443 en Mauthausen.
Ya desde comienzos de los años 70, Antonio se había jubilado e instalado en un pequeño apartamento individual en una residencia de Ivry, «Foyer Municipal de Retraités Louis Bertrand». Los años pasaban pero nunca falló a su cita veraniega con su familia hasta que, a finales de los 80, sufrió los primeros síntomas del Alzheimer. Sumergido en su propio mundo vivió los últimos años de su vida, hasta que falleció el 15 de febrero de 1992 en el hospital Charles Foix de Ivry sur Seine.
Sus restos reposan junto a otros veteranos de guerra y deportados en el cementerio nuevo Gaston Monmousseau. En la lápida solo está grabado su apellido. Sin embargo, una vieja fotografía del joven carabinero Antonio Hernández recuerda que allí yace un murciano que sacrificó su salud, su familia y en definitiva la vida que le correspondía disfrutar, por combatir el fascismo y defender la libertad.