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Solidaridad frente a desmoralización

Entre los prisioneros había seis normas no escritas para tratar de sobrevivir en los campos: aparentar estar sano, no destacar, ser útil, tratar de ahorrar esfuerzos, comer todo lo posible y evitar caer en la melancolía. Lo más recomendable, según confirma la inmensa mayoría de los supervivientes, era pensar lo menos posible, especialmente en la familia: «No había que pensar en nada -afirma el deportado manchego Luis Perea-. Cuando llegaba a la barraca por la noche, solo pensaba en que había logrado pasar otro día más. Mañana, ya veremos».

El fin de muchos deportados comenzaba cuando morían sus esperanzas. Aguantar día a día en el corazón del infierno solo era posible para aquellos que unían a su fortaleza física una solidez mental y emocional inquebrantable. Para sobrevivir, era imprescindible acostumbrarse a convivir con la muerte. Ramiro Santisteban lo explica gráficamente: «Veías a un muerto por el suelo y lo único que hacías era mirar el color del triángulo que llevaba en el uniforme. Si era azul, decías: «¡Coño, era un compañero!». En cambio si era de otra nacionalidad... Ya era tan corriente que casi ni te inmutabas».

Apoyarse en el hombro del compañero

El factor decisivo para salvar el mayor número de vidas entre las filas de los republicanos españoles fue, sin duda, la solidaridad. Una solidaridad que abarcó todos los grados imaginables, desde compartir con el compañero una patata en la penumbra de la barraca, hasta lograr esconder las pruebas de los crímenes que se cometían en el campo y que servirían para condenar a decenas de responsables nazis en los juicios de Núremberg y Dachau.

La camaradería era un sentimiento que los españoles cultivaron durante la guerra y el exilio francés. Aunque a su llegada a Mauthausen se les había tratado de despojar de su identidad, ese espíritu de unión y de lucha nunca fue doblegado del todo, al menos en una buena parte de quienes ahora tenían que vestir el traje rayado.

El historiador Benito Bermejo explica por qué esa resistencia y solidaridad solo pudo consolidarse con el paso del tiempo: «Para que existiera esa solidaridad era condición necesaria que existiera una posibilidad de supervivencia. En las circunstancias de los primeros momentos, la necesidad, la precariedad, la dureza de la situación era tan extrema que no podían privarse de algo que aportar al otro. Ese algo podía ser el trozo de pan o la posibilidad de poder socorrerle ayudando a llevar una piedra. Las circunstancias de ese primer momento, en esa política de exterminio, no dejaban casi margen. ¿Qué quedaba, el apoyo moral? Y casi ni eso». En esos meses terribles, tal y como dice Bermejo, no había apenas fuerzas ni comida para compartir con los camaradas.

La organización política y militar

El 22 de junio de 1941 los SS realizaron la gran desinfección del campo. Mientras se fumigaban las barracas, los presos permanecieron desnudos durante todo el día en el llamado «patio de los garajes». Un grupo de españoles, miembros del Partido Comunista de España, aprovecharon para conversar y poner las bases de la futura organización clandestina de los prisioneros. Teniendo en cuenta las dificilísimas circunstancias en que operó podemos afirmar que su papel fue determinante, en especial después de 1943, para evitar un elevado número de muertes.

En sus comienzos, la organización apenas era capaz de planificar algunos pequeños robos de comida y controlar su posterior reparto entre los prisioneros más debilitados. Fue con el paso del tiempo cuando su poder creció en la medida en que los españoles fueron accediendo a puestos clave en la estructura del campo. A través de ellos se comenzó a obtener información de primera mano sobre los planes de los SS y se consiguió emplear a otros compañeros en lugares estratégicos. Allí veían mejorar notablemente sus condiciones de vida, podían robar alimentos, escuchar noticias sobre la marcha de la guerra o alcanzar otros objetivos que contribuyeran al bien común. El deportado barcelonés José Alcubierre lo resume así: «El que podía ayudaba mucho. Todos no podían porque había quienes trabajaban en sitios de los que no se podía sacar nada. Hubo compañeros que nunca dejaron de ir a la cantera y esos recibieron mucha ayuda. El que tenía posibilidad de echar una mano siempre lo hacía. No solo era con comida; los zapateros, por ejemplo, te arreglaban los zapatos cuando podían».

El impulso definitivo a la organización lo dieron los prisioneros que llegaron a partir de 1943. Se trataba de miembros de la Resistencia que aportaron nuevos métodos de lucha y, sobre todo, trajeron un aire de optimismo que inundó el campo. Los alemanes habían dejado de ser invulnerables. El ejército soviético les hacía retroceder en Estalingrado, mientras los grupos de partisanos y resistentes les atacaban desde su retaguardia. Su empuje forzó un decisivo cambio que culminó con la creación del primer Comité de Unidad Nacional español, que aglutinó a todos los sectores políticos, en la primavera de 1944. Su dirección fue compartida por miembros del PCE, la CNT y el PSOE. La llegada de miles de resistentes franceses, yugoslavos, checos... también animó a estas nacionalidades a construir sus propias organizaciones. La movilización, ahora sí, fue tan rápida que antes del verano de 1944 se constituyó el primer Comité Internacional de los prisioneros de Mauthausen. En septiembre de ese año, los deportados dieron un último paso en su nivel organizativo y fundaron el AMI, Aparato Militar Internacional que jugaría un importante papel tras la liberación.

Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen