Portada Antonio Hernández Mi tío de Francia

Mi tío de Francia, el libro que nunca escribiré1

En marzo de 2014 pasé por una experiencia que jamás creí tener que afrontar: dar a una hija la noticia de que su padre había fallecido en uno de los campos de concentración de Hitler. No tuve que viajar en el tiempo para hacerlo, vivo en un país en el que la memoria permanece secuestrada, o mejor dicho enterrada en una cuneta desde 1939. Habían pasado 73 años desde el fallecimiento del madrileño José Fontanet entre las alambradas de Gusen, pero Josefa desconocía el destino de ese hombre que tuvo que abandonarla poco después de nacer y cuyo rostro solo conoce por una vieja fotografía. «Tengo la piel de gallina», me decía ella mientras yo le contaba, con toda la delicadeza de la que era capaz, los datos de que disponía sobre el cautiverio y la muerte de su padre. Después del dolor inicial y de un interminable silencio al otro lado del hilo telefónico, finalmente me confesó que se sentía liberada: «Siempre tuve la duda de si había muerto durante la guerra mundial o si había rehecho su vida en Francia y nos había abandonado. Ahora sé que mi padre nos quería, pero le mataron y no permitieron que volviera con nosotras».

Mi inesperado encuentro con Josefa fue una agridulce experiencia más de las muchas que he vivido en el año y medio en que me he sumergido en el mundo de la deportación española.

Todo comenzó en la primavera de 2013. Avatares de la vida profesional me permitieron disponer del tiempo necesario para acometer una vieja tarea pendiente. Necesitaba arrojar un poco de luz sobre la historia de dos familiares muy cercanos, cuyas vidas seguían envueltas en un halo de oscuridad y misterio.

Mi abuelo materno, Pío de Miguel, fue «paseado» por un grupo de franquistas en los primeros meses de la sublevación militar contra la República. Su cuerpo debe seguir sepultado en una fosa común de un paraje soriano conocido como Las Matas de Lubia.

En mi infancia, su hueco fue cubierto por un señor de edad indeterminada y cabeza rasurada al que llamaba «mi tío de Francia». Él fue el abuelo que nunca tuve. Antonio Hernández venía cada verano a España desde París para compartir unos meses con sus hermanos y sobrinos que vivíamos dispersos entre Madrid, Sigüenza y Murcia. Tuvo que pasar mi adolescencia y disiparse la cultura del miedo que seguía rigiendo en los años finales del franquismo y en la primera década de la nueva democracia, para que yo pudiera saber que ese hombre alegre, optimista pero de aspecto avejentado, había estado prisionero en un campo de concentración nazi. Mauthausen... hasta después de su muerte no fui plenamente consciente de lo que ese lugar representaba. Entonces ya era demasiado tarde, nunca pude escuchar de sus labios el relato de sus vivencias, lo que pensó mientras se enfrentaba a la crueldad de los SS, lo que humanamente sintió entre aquellas alambradas...

Año y medio después del inicio de mi investigación sigo sin tener ni un solo dato oficial sobre lo que ocurrió con mi abuelo. Como tantos otros miles de españoles, Pío de Miguel es un fantasma cuyo rastro se pierde una triste mañana de 1936. De su ejecución no quedó constancia en los registros militares y civiles de la «nueva España».

Más fácil resultó bucear en la vida de mi tío de Francia. El Centro Documental de la Memoria Histórica y los archivos franceses, austriacos y alemanes me han permitido reconstruir el trayecto que le llevó desde su querida Murcia hasta una de las sucias barracas de madera del campo de concentración. Jornalero primero y ferroviario después, Antonio Hernández se alistó en el cuerpo de Carabineros para defender la República. La dolorosa derrota le empujó al exilio y, más tarde, a enrolarse en el Ejército francés para afrontar una nueva guerra. Capturado por los alemanes, pasó varios meses en el campo de prisioneros de Sagan, junto a soldados franceses, británicos y holandeses. En enero de 1941, con el resto de los españoles, fue enviado a Mauthausen, donde perdió su identidad y se convirtió en un simple número, el 4.443. Trabajó como un esclavo en la construcción del propio campo y en su terrible cantera, hasta que a finales de 1944 fue trasladado a Gusen, el lugar en el que murió la mayor parte de los deportados españoles. Nunca sabré por qué, pero Antonio Hernández consiguió mantenerse con vida y, junto a otros 2.000 compatriotas, asistir a la llegada de las tropas norteamericanas el 5 de mayo de 1945. Tras las puertas del campo le aguardaba una amarga libertad, marcada nuevamente por un exilio que ya no abandonaría hasta el momento de su muerte.

En el curso de esta investigación se fueron apoderando de mí dos sentimientos encontrados: admiración e indignación. Admiración por esos hombres y mujeres que fueron fieles a sus ideales democráticos hasta el final; un final que para la mayoría representó una muerte atroz en los campos y para el resto un sufrimiento inimaginable. Indignación porque los verdugos reescribieron la historia tan pulcramente que, hoy, su manifiesta culpabilidad continúa siendo puesta en duda por numerosos «historiadores», políticos y periodistas. Y lo que quizás es peor, sigue siendo ignorada por la mayor parte de la sociedad española.

Estas certezas fueron las que me llevaron a abandonar mi proyecto inicial. Nunca escribiría un libro sobre mi tío de Francia. Él sería el primero en reprobar que mi trabajo se centrara en las vivencias de un solo hombre. Tenía que intentar contar 9.000 historias, una por cada uno de los españoles y españolas que pasaron por los campos de concentración nazis. Sentía la necesidad de reflejar sus anhelos, viajar con ellos en esos fatídicos trenes de la muerte, acercarme a su sufrimiento en los campos, a la solidaridad en que se apoyaron para tratar de sobrevivir, a su alegría durante la liberación y a su frustración ante la imposibilidad de volver a su patria.

Para ello visité a los pocos supervivientes que aún pueden hablar en primera persona. Conocerles ha sido uno de los mayores privilegios que me ha dado la vida. Pese a su avanzada edad, en sus ojos he podido ver la misma ilusión, el mismo compromiso y la misma determinación que les llevó en 1936 a luchar por la libertad. Resultaba gratificante escucharles relatar sus vivencias en el campo de concentración con serenidad y sin atisbo de rencor. Y era desgarrador ver a esos hombres, que rondan el siglo de vida, llorar como niños cuando recordaban los momentos más duros y la muerte de sus padres, hermanos, compañeros y amigos. Su testimonio representa una de las fuentes fundamentales de este libro, pero no la única. Si el objetivo era extender el relato al mayor número posible de testigos, necesitaba contactar con familiares de deportados ya fallecidos, buscar libros descatalogados, recuperar viejas memorias y desempolvar ediciones caseras realizadas por los propios prisioneros. Con todo ello he construido el relato humano de los hechos que constituye el núcleo central de esta obra y que se desarrolla cronológicamente en once capítulos.

En esta España desmemoriada resultaba imprescindible, además, señalar con el dedo a los culpables. En realidad hacen falta muchos dedos porque fueron demasiados los que contribuyeron, de una manera u otra, a que miles de españoles acabaran en las garras del aparato represivo nazi.

Franco, Serrano Suñer y otros destacados miembros del régimen fueron responsables directos de lo ocurrido. Mientras en España fusilaban y encarcelaban a miles de personas, en Europa dejaron que Hitler les hiciera parte del trabajo sucio, confinando y asesinando a los republicanos en campos como Mauthausen. Franco estuvo además en una privilegiada posición para salvar la vida de miles de judíos de origen sefardí, pero prefirió mirar para otro lado mientras los nazis les embarcaban en trenes rumbo hacia Auschwitz-Birkenau.

A los mandatarios franquistas, en el ranking de la infamia, les siguen Philippe Pétain y su gobierno colaboracionista que participaron, activamente primero y pasivamente después, en las deportaciones de españoles.

Igualmente repugnante y mucho menos conocido fue el papel jugado por los grupos industriales alemanes y estadounidenses que ayudaron a Hitler a llevar a cabo sus planes genocidas. Empresas que hoy siguen muy presentes en nuestras vidas tienen un negro pasado en el que se enriquecieron a costa del trabajo esclavo de los deportados españoles y del resto de los prisioneros de los campos.

La lista continúa, aunque a un nivel de responsabilidad mucho menor, con la Unión Soviética y con los propios aliados. Stalin no dudó en pactar con Hitler, en mirar para otro lado mientras comenzaban las deportaciones y, tras la guerra, en acusar de traidores a los prisioneros que habían logrado sobrevivir. Washington y Londres, por su parte, ignoraron la existencia de los campos de concentración en sus planes bélicos. Fuera porque entre sus alambradas no había prisioneros británicos ni estadounidenses o fuera por otra razón, lo cierto es que provocaron miles de muertes con su pasividad y su falta de planificación.

Los datos y documentos que inculpan directamente a todos estos responsables, junto a otros apuntes históricos, son la base con la que he elaborado los informes, que se intercalan en el relato de los protagonistas.

Este no es un libro fácil, nunca pretendió serlo, pero espero que resulte útil ya que la historia de nuestros deportados no tiene fecha de caducidad. La intolerancia, el racismo, el populismo, las traiciones que sufrieron, los pactos que hicieron sus verdugos, la pasividad de «los hombres buenos»... casi todo lo ocurrido se puede extrapolar hasta nuestros días. En este caso, quizá más que en ningún otro, mirar hacia el pasado es la mejor forma de comprender el presente y de prever nuestro futuro.

Esta humilde obra está dedicada a todos los «tíos de Francia» y a quienes no pudieron llegar a serlo porque fueron asesinados por defender nuestras libertades.


1Prólogo de Los últimos españoles de Mauthausen
© Carlos Hernández de Miguel, 2015
© Ediciones B, S. A., 2015
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Con la colaboración de l'Amicale française de Mauthausen